Me acuesto y abro un libro (abro en realidad a la mujer que está dentro, a la hija perdida en una ciudad que es el centro, abro en realidad el misterio indescifrable que es un buen libro). Entonces vienes con un álbum bajo el brazo y la sonrisa tibia; te sientas al borde, a un lado mío.
A cada foto un recuerdo: dijiste que esa de pequeña, con el vestido largo, la tomaron justo después de que terminaste de comer una sandía (no te creí que fuera una entera), que traías puesta la blusa que te cosió la abuela y siempre olía a manzana, cosa curiosa: esta sí te la creo.
Tú y tus fotos me dan miedo. De verdad. No sé por qué te ríes cuando te lo digo, no sé por qué nunca preguntas la razón, pero es esta: te pareces tanto a mí, al estar de pie te recargas siempre al lado izquierdo e inclinas la cabeza hacia el derecho, pronuncio igual que tú, a veces hasta nuestras palabras se sincronizan... que me siento una copia al carbón, una repetición absurda, y soy peor que una copia porque no me basta saberme tal; lo que más me asusta es pensar que soy tu continuación y para leerme a mí tendremos que dejar de verte a ti, voltear la página. Y yo no quiero leerme. Yo no quiero dejar de verte.