9.12.04

Habrá.

Esta mañana encontré una manera más sencilla de saber si estoy dormida o despierta, nada de que prender y apagar las luces como en Waking Life: abrir la puerta de la casa: si una voz desquiciante lo anuncia, definitivamente estaré en esta vida; porque la casa en mis sueños Jamás tendría una alarma, ni rejas, ni trescientas cincuenta y nueve mil llaves para poder moverte en ella. Sería pequeña, tal cual es: amontonada con muebles de una casa más grande y llena de historias, con paredes blancas y otras cuantas craqueladas o coloridas: víctimas de los procesos creativos de mamá, con una cocina en la que si se compra otro salero ya no podremos sentarnos a comer, una vitrina que contiene a las bailarinas de Lladró pegadas con kola-loka por culpa de la bendita mudanza, el refrigerador que a veces arrulla, las repisas que se caen a medianoche, el techo al que está estrictamente prohibido subir, las escaleras que soportan nuestro a veces rancio, entorpecido, eufórico o bien, frenético caminar; los espejos que nos hacen sentir vergüenza, el cuarto en donde se guarda lo que no se usa pero puede usarse algún día: incomodidades que produce la no-costumbre. El encanto es que cada rincón que habitamos nos habita y cada discusión, regaño o abrazo se guarda en nuestras memorias y en estas paredes.
Ya no habrá casas con vista al mar y sin vecinos, jardines, baños y pisos de mármol; no habrá balcones ni barcos que lancen luces de bengala en año nuevo, no habrá navidades en patios, cuartos de espejos, sala de juegos, veranos en Canadá, otoños en Europa, clases de equitación; no habrá tragaluces, compras en Neiman Marcus, ni trajes Brioni; no habrá viajes, Bufadoras, ni autopistas escénicas. Habrá este frío insípido, abrazos sinceros, una casa y familia pequeña, unida; chocolate caliente, risas y, la sensación de saber que se tuvo mucho y ahora no se tiene menos, sino más.

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