26.8.07

Perros.

A Nixon y Laika los separaba una cerca de metal ligeramente más alta que ellos. Al llegar ahí ambos eran cachorros, Laika era hija de un par de pastores alemanes que teníamos en casa, el papá había mordido la mano del Comandante cuando trató de acariciarlo. Ella nunca ladraba.
Nixón era negro con el pecho blanco, radiante, ladraba a todo el que miraba, era el perro de la vecina. Cuando iba de visita a aquel lugar donde colgaba el mismo columpio amarillo donde pasearon mi madre, mis tíos, y todos los que seguimos, nunca pasaba sola a lado de la cerca. Nixon era bellísimo, pero me aterraba.
El perro que me hacía temblar murió hace un mes, atropellado, dicen que de cualquier manera hubiera muerto de viejo. A Laika la encontraron esta mañana, con espuma saliendo del hocico, eso le dijeron al tío Neto cuando pidieron que fuera a enterrarla.
Yo no jugué con ellos, a Laika la acaricié algunas veces, lo que hace uno siempre que mira un animal manso, no los quería. Pero me pesa que hayan muerto, porque me peso yo misma, porque las muertes son el tiempo.
En la llamada mi tía, la dueña, lloraba inconsolable. A mí me corrió discreta una lágrima, no por Laika, menos por mi tía. Por el tiempo que clava los colmillos. El maldito tiempo.

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