10.3.06

Nadie hace el arroz como papá.

Cuando el tenedor lo cruzó y tuve que decirle a mamá que estaba delicioso me di cuenta: lo que extraño es su manera de hacer el arroz blanco. Su ausencia no es un problema, toda la vida ha sido de dos y, sólo a pequeños ratos de tres.
Nunca supo mis gustos, ni siquiera fue bueno adivinándolos. Era tan malo para asumir al respecto que el día en que cumplí los catorce, llegó de Guadalajara con una gran sonrisa, anunciando que traía un regalo para mí; resulto ser el nuevo disco de Tatiana, a quien yo escuché hasta los nueve.
Lo único que me ha gustado desde los ratos en que él ha estado hasta ahora es su arroz. Fue la preferencia que no desconoció y tal vez por eso mismo al prepararlo parecía disfrutarlo tanto.
Todo empezaba a eso de la una de la tarde, en que íbamos –yo con mi uniforme a cuadros azules, él con sus botas de avestruz- al mercado para comprar Calrose, con ningún otro queda igual. Hacíamos la fila larga, larga, que siempre hay a esas horas, como si los hijos se hubieran acabado toda la comida antes de servirla y ya no quedara nada más en el refrigerador. Media hora después lográbamos salir de ahí, entonces papá decía: no tomará mucho tiempo, esto es lo más tardado, aguanta el hambre, mi niña.
Llegábamos a casa apresurados, mamá se había encargado de poner la mesa y cocinar el pollo, lo único que faltaba era nuestra parte, o más bien, su parte que trataba de hacer nuestra. Sacaba el tazón de metal y le echaba más o menos un cuarto de la bolsa de arroz, ponía agua en el tazón, debía de rebasar el nivel de arroz. Lo lavaba repetidas veces, al menos cuatro; me recordaba a mamá cuando lavaba mis blusas blancas manchadas de lodo, papá quitaba el agua sucia y después de la última lavada ponía el arroz en la olla eléctrica; mamá metía mi blusa a la secadora o si había tiempo la colgaba en el tendedero: al final las dos cosas quedaban igual de nítidas; hasta me sentía un poco culpable cuando le ponía soya al arroz o cuando volvía a jugar con Mariana a hacer pastelitos de lodo. El blanco era lo único que me hacía pensarlos juntos.
Veinte minutos después el arroz estaba listo, la tapa sudada de la olla y el humo que quemaba al poner la mano sobre la superficie del platillo empezaban a existir. Me encantaba ese humo.
Nos sentábamos en la mesa a comer juntos, mamá ponía música de piano, reíamos, nos escuchábamos.
Cuando papá cocinaba el arroz yo todavía pensaba que podíamos ser felices.

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