5.3.05

de un hombre y la cabeza de un maniquí

Caminaba con mamá y su saco azul por la plaza Hidalgo, era un buen día y el viento nos recordaba su existencia.
Nos reímos de esto y aquello, nos acordamos de los malosentendidos, casi empezamos una discución. Y digo casi porque en el momento que comenzamos a moldearla, lo vi pasar por la cuadra de enfrente: un hombre alto que aparentaba los treinta y cinco, moreno, de cabello lacio, pantalón de mezclilla y camisa de vestir, de manos pequeñas, rechonchas, con ellas sostenía la cabeza de un maniquí. Hablaba.
Quedé hipnotizada, mis ojos lo siguieron hasta donde les fue posible. Me sonreí, pensé en todo lo que pudo haber sucedido entre él y esa cabeza femenina, en lo que pudo haberle dicho; pensé en la mujer de cabello oscuro y ojos miel que le había roto el corazón, en los meses que pasó buscando el pedazo que ella se había llevado. Imaginé el desgaste de sus nudillos, producto de su insistencia en la puerta de Sofía; el diario que escribió con lápiz para poder borrar todo aquello que le causara vergüenza después, lamentándose porque la vida era un boligrafo de tinta negra sobre su hoja, de la que no podía hacer otra versión. Pensé... y mamá dijo: ¿Viste ese loco? Uno ya ni se imagina quién lo es. Acentí, supe lo que sus palabras, no ella, me querían decir.

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