18.7.09

No me muevo dos segundos

Es verano, he salido de vacaciones con amigos a alguna playa barata. Hay viento caliente pero las tardes son nubladas. Me despierta el teléfono de la habitación. Un hombre ordena que vaya a otra ciudad haciendo dos paradas en las que me entregarán unos paquetes, tengo que hacerlo en cierto tiempo, y deberá ser en el auto que él mismo o su gente o no sé quien ha dejado en el estacionamiento, la llave está en recepción. Que debo ir, de lo contrario te matarán. Conozco a ese hombre, sé que no jugaría.
Me visto rápido, no aviso a nadie, recojo la llave. El auto es una camioneta verde olivo, recién sacada de la agencia. Alrededor de ella hay cuatro hombres, rasurados, cada uno con mezclilla y camisa a rayas, zapato negro. Me quitan la llave y hacen que aborde la cajuela que no lo es tanto, no está dividida del resto del auto salvo por el asiento trasero que le antecede.
Hay turnos para el volante, el mío no existe, nadie cruza palabra ni me mira. No hay paradas salvo un par en las que he bajado a recoger paquetes. En la primera jalo la palanca que hay dentro para abandonar la cajuela, la parte trasera del auto es más bien otra puerta. Salgo y una mujer en botas negras y melena larguísima recogida se baja en un desierto a medianoche para entregarme una caja pesada de cartón. La tarde siguiente voy por las llaves de un auto a una farmacia, abro la cajuela y saco una bolsa negra, nada ligera tampoco.
Los hombres siguen manejando, entramos a la otra ciudad, una avenida grande, son las siete de la tarde con diecinueve minutos, llueve. El hombre llama al celular del conductor, quiere hablar conmigo. Pregunta a que altura estamos, veo los nombres de las calles, los repito, él dicta una ruta nueva, no muy lejos de donde estamos, dice, y cuelga. Vamos por donde dijo, calles poco transitadas en una especie de colina, alrededor de la calle hay tierra mojada en descenso. De pronto, en sentido contrario, un auto y una camioneta negra vienen a nosotros. No frenamos, las gotas de agua se convierten en plomo horizontal. El zumbido. Estas cosas todo el tiempo están jodidas.
Jalo la palanca, brinco mientras la camioneta se colea, no me muevo dos segundos, necesito sentir mis piernas. Echo a correr cuesta abajo, me empapo, el lodo se mete en mis zapatos, los zumbidos. No pienso en nada. Escucho los zumbidos, mi respiración, siento el lodo que hay en mis zapatos, la lluvia, tengo que salir de aquí.

No entiendo una pizca de lo que ha pasado. La verdad es que no me preocupa entenderlo.

En invierno vienes a casa sin previo aviso, después de años de ausencia, luego de que en verano un hombre me recordara que estabas vivo casi acabando conmigo. Me viene la idea de que quizá ese hombre seas tú , quizá te partieron en dos cuando naciste y él es esa otra mitad parca, aguda, directa… sé que no.
Me entero de que estás aquí porque antes de irme te encuentro en la sala, dormido con una mujer. Le llevas cuando menos veinte años. Tengo que acercarme para confirmar que es la misma a quien vi aquella medianoche, de botas y melena recogida en el desierto. Paso de largo.
Cuando regreso no hay nadie, la casa intacta. No hay notas en el refri ni cartas de despedida. Contigo las cosas siempre han estado jodidas.

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