6.2.06

Hablar de gatos.

Cuando volvimos del viaje lo encontramos aturdido, flaco, dando vueltas en el patio como quien se sabe atrapado y sin fuga posible. Lanzó bufidos y arañazos al aire, estaba consciente de que nada podía hacer a lado de nosotros, podíamos matarlo de hambre o en un segundo asfixiarlo, envenenarle la comida o utilizar una de las múltiples maneras que existen para eliminar a alguien. Pero él peleaba.
Después de una hora se dio por vencido: acepto su destierro. Lo cargamos hasta la puerta, con un brinco se deshizo de nuestros brazos y no volvió a mirarnos. Los días siguientes, cuando regresábamos de alguna fiesta, lo veíamos durmiendo bajo la camioneta. Y estaba bien, a mamá eso no le causaba problema (ni estornudos).


A Rebeca le gusta ver la televisión en la sala. El martes por la tarde, igual que siempre, lo hizo. Lo distinto fue que le dio calor y abrió la puerta; entonces entró, estaba acechando, esperando la oportunidad para volver, corrió hasta la sala pero mi hermana lo alcanzó y sacó una vez más. Esto se repitió cuatro veces en la misma semana, sólo que la última vino hasta mi cuarto. La ventana estaba abierta, así que después de una ardua búsqueda, asumimos que había escapado por ahí. Entonces quedó claro: nada de abrir ventanas ni puertas.
Ese día por la madrugada mamá no podía dormir, dice que tenía una jaqueca insoportable. Bajó a la cocina para servirse un vaso con agua y ahí fue, entre el micro, la alacena y la pared: ahí estaba. Mamá se las arregló para despertarnos, entre los dos rompieron algunos vasos, se gritaron cada quien a su manera, pero dijo que finalmente lo había sacado.
No lo vimos más, creímos que había entendido y empezamos a preguntarnos qué era lo que nosotras no entendíamos. ¿Por qué esa necedad, esa persistencia de estar en esta casa? No era por hambre, revisamos y la comida era la misma, no faltaba nada, no había destrozos de ninguna clase. Llegamos a pensar que lo que buscaba era un lugar calientito donde dormir o quizá, aunque no seamos las mejores candidatas, una familia. Cuando nos dimos cuenta de eso comenzamos a extrañarlo.


Hoy estuve sola en casa, me di una ducha. Descalza volví al cuarto por mi ropa, entré y lo vi, dando vueltas en la alfombra, pensé que estaría enfermo, traté de acercarme pero aún agonizante recordaba lo que le habíamos hecho.
Vueltas y vueltas, ganas de rasguñarme, de ser mil veces más grande y poder matarme, de matarme y morirse de una vez. Yo estaba pasmada, él no dejaba de verme, de odiarme. No sé cuánto tiempo pasó hasta que dejó de dar vueltas y estirarse, hasta congelarse con sus ojos puestos en mí.
No pude levantarlo, me daba miedo, vergüenza. Ignoro también los minutos que se fueron hasta la llegada de mamá. ¡Paloma!, y Paloma no contestó, la oía lejos, muy lejos. Mamá abrió la puerta, no sé qué dijo, no lo recuerdo, lo levantó y salió con él en brazos. Mamá se veía triste, creo que desde hoy tampoco hablaremos de gatos.

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