Ven muñeca, ponte la chamarra y vámonos al juego. Te decía la Fany los sábados por la tarde en que se juntaba la familia para jugar softball. Las mismas palabras, sin importar el transcurso del tiempo. Hasta ahora. Cuando pasó.
Los bucles se deshicieron y tus dientes superiores ya no están separados, no corres con el tío Neto pensando que tendrá todas las respuestas; tu colección de muñecas, con las que nunca jugaste pero te fascinaba observar, yace en alguna otra vitrina, con una niña a la que tampoco le dan miedo las que están hechas de porcelana. El jardín y la fuente se quedaron en donde mismo y han perdido el encanto por la hierba, más que nada.
Empezaron las migrañas. Mamá ha dejado de levantarse los domingos temprano para llevarte a ver el amanecer, ya no le hace caso a los libros y, a veces te preguntas si eso será contagioso, si a raíz de eso se nos haya olvidado cómo leernos.
Muñeca, te extraño mucho, ahora te decía limitada por un auricular. Y estabas feliz, seguías siendo su muñeca a pesar del tiempo, de no verla, a pesar de todo. Pero un lunes no sonó el teléfono, entonces te alcanzó un tirón en la espalda, el primero de tantos, sentiste como si con un anzuelo te hubieran jalado el músculo y te hubieras resistido a que se lo llevaran. Y eso pasó desde ese momento, sabías que era el comienzo no sólo de algo físico sino de un vaivén de añoranzas y resistencias.
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