Fui, volví. En casa nadie quiere dormir sola. La regadera en vez de gotas cristales, polvo, su cama igual: una cobija de vidrios reemplazó la colcha. Mi cuarto se convirtió en el refugio, se acuestan abrazadas, han reconocido su estado inerme. Yo me acuesto en un colchón más cercano al piso, ajena siempre; con indiferencia que no valentía. Llevamos tatuada la ley de Murphy, para qué la esperanza.
Los ojos se les abren por la madrugada, cada una escucha diferentes estruendos. El temblor lo llevan en la voz, las manos, en el pecho. Ahora volver a los escombros no significa nada más que eso.
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