El viento del tren
rasgaba mi cara como una lija que bien pudiese habérmela arrancado.
No me moví ni un segundo.
Quedé paralizada frente al viento que chirriaba sobre los rieles.
El sonido de los pitazos del tren me había ensordecido tanto,
que podía escuchar el bombeo de la sangre corriendo velozmente por mis venas.
Confundiéndose con el crujido que producían las ruedas metálicas,
mientras sacaban chispas de fuego de los oxidados rieles.
Entre cada porción de vista -dónde se separaban carro y carro- podía ver el sembradío de la modesta casa del frente. Y la vecina que me mira con horror.
Cuando el tren se alejó llevándose el ruido.
El silencio violentamente había partido al perro en dos.
***
La parte delantera de nuestro perro
me miraba como si quisiese salir corriendo de ese lugar donde el radiante sol del medio día se le iba anocheciendo en mitad del cielo.
Una mascara de lágrimas temblaban en los ojos de nuestro perro -como en los ojos de la Princesa Caballero- aquella valiente heroína japonesa que veíamos por la tevé.
***
Los ojos del perro volvían esa temblorosa mirada directo a los míos,
como se devuelven aquellas cosas que jamás se ofrendaron.
Unos metros más allá.
Las patas traseras, fatalmente separadas del cuerpo,
aún rasguñaban la tierra queriendo volver a ser un perro.
Imposible.
Así, tan desmembrado por un corte perfecto. Imposible pensar que pudiese ser posible.
Salvo por un desdedoñoso, cándido deseo, de volver a unir aquello que yace separado.
But
El 1 se había convertido en2
Y 2 son 2
***
Su parte delantera, dio 3 saltos, 3 convulsiones, 3 estertores, 3 agonías.
Unos metros más allá
las patas traseras aún obedecían con una lealtad sobrecogedora el ritmo de las patas delanteras.
Aquel corte perfecto, no despedía una gota de sangre. Las tripas seguían latiendo sin haberse derramado un milímetro. El perro partido en dos añoraba seguir siendo uno. Y de pronto, como se marchan las cosas de esta vida, de sus ojos empezó a zarpar la angustia. Y los clavó en los míos, con la paz que se consigue cuando ya no hay para qué desear nada, en ninguna parte. Ni esperar que nada cambie, ni que nada se una. Porque se cuenta con la liberadora certeza que uno es uno. Nada más. Pero nada menos.
-de Bracea, por Malú Urriola.
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