14.1.07

A

En sus manos le han leído siempre una muerte temprana y violenta, nadie nos hemos creído eso... está bien, admitiré que hay madrugadas en que separados por botellas verdes, lo dudamos, pero siempre volvemos a la burla, de alguna manera u otra, nos reímos de nuestros yos supersticiosos.
Me ha dicho que va a diseñarme un librero para alguno de mis cumpleaños, cuando ya no viva en esta casa. Rojo, me dijo, tiene que ser rojo. Porque él hace cosas, las dibuja, las planea, las mide, las construye. Estoy segura de que a los cuarenta vivirá igual que si tuviera veinte, él es así. A hace como que sabe, aunque nunca sepa, y esa es otra forma de saber.
En su rostro hay arrugas por la risa, algo de tristeza, propia y compartida, pero alguien que construye lugares u objetos tangibles no puede estar condenado, me digo, especialmente él no.
El problema radica en lo imaginario, en la desazón multiplicada por todos esos que es uno cuando vive en su cabeza y solamente ahí. El encasillamiento que parece no serlo, pararse en una orilla y pensar que nada termina porque el abismo se ve, el abismo que nos parece un mundo, el nuestro.
Es por eso que yo no me creo eso de A y su condena. El se la ha echado a cuestas, porque no es suya. No puede serlo.

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